jueves, 1 de noviembre de 2007

demasiado tarde para lágrimas (eternidad III)



Siempre es demasiado tarde, para todo.

Si nos detenemos un momento a pensar antes de realizar una acción cualquiera, advertiremos que ya pasó el momento, ya que siempre ya es tarde. Quizás se deba esto a que somos nosotros mismos quienes llegaron tarde al mundo de la existencia, y como consecuencia lógica todas nuestras acciones resultan vanas, inútiles, y fatalmente prescindibles para el ordenamiento (o des-ordenamiento) cosmológico. Si cada uno de nosotros mismos somos y estamos de más, nuestros actos, dependientes ontológicamente de nosotros (como causa origen), también serán y estarán de más. No hay ninguna necesidad para hacer nada. Más bien, no hay ninguna razón ni legalidad que rija acción alguna.

No quiero decir que todo ha sido hecho/pensado. Ni tampoco pretendo hacer un elogio a la quietud. En verdad lo que quiero decir es todo lo contrario a eso.

En una concepción del tiempo como linealidad que avanza desde un principio hasta su irremedible final apocalíptico, quizás tenga sentido una llegada tarde que nos ubique a la postre de los hechos históricos determinantes. En una historia religiosa (judeocristiana, marxista o maniquea) teleológica que ubique al paraiso como fin de los tiempos, todo aquel que osare caer en la mundaneidad luego de que el paraiso haya tenido lugar, habrá de sentirse desesperadamente retrasado. Personalmente considero al paraiso como el período de tiempo que transcurrió desde el inicio de los mismos hasta el momento de mi nacimiento. Es decir, llegué justo despues del derrumbe del paraiso.
(...)

Ahora bien, si nos arrojamos a un tiempo circular, eterno, donde el principio y el final no son dos extremos de una línea sino todos y cada uno de sus puntos-instantes, habremos de entender que lo que hoy vemos en el mundo, de hecho siempre estuvo ahí. Se trata de una creación eterna, sin principio, sin final, dónde nuestras acciones poseen la misma significación sin sentido determinado. El único parámetro firme en este escenario no es otra cosa que el yo. Es uno mismo quien otorga sentido a lo fenoménico, a las cosas, a todo. A nada. Es nuestro proyecto lo que hace del árbol un estorbo o un modelo pictórico. Nosotros y nada más que nosotros. Yo, y nadie más que yo.

El hecho en sí está de más, no importa. Pero si yo lo quiero, pues entonces será hecho. Sin otra razón, sin otro fundamento que la propia voluntad. Una voluntad no regida por nada más que yo. Sin razón, sin fundamentos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

MUY bueno..

la eternidad, el principio y el final no son dos extremos de una línea sino todos y cada uno de sus puntos-instantes...