lunes, 31 de diciembre de 2007

Este año nuevo llega una hora adelantado.



A raíz de la decisión tecno-política de adelantar una hora en nuestros relojes, hoy tuve una interesante discusión con un amigo que derivó en algo pseudofilosófico acerca del tiempo. Aquí las conclusiones a las que llegamos, o al menos a las que llegué yo.


La cosa es así, ayer habíamos arreglado para encontrarnos a las tres de la tarde en el Parque Rivadavia para husmear un poco entre libros viejos. Yo me desperté al mediodía, comí una porción de tarta y después me quedé charlando con mi abuelo en la cocina, tomamos mate también. Yo tenía que matar el tiempo hasta la hora de salir, hasta las tres menos veinte más o menos. Cuando el reloj ya había ubicado sus agujas en la posición de la una y cinco, mi abuelo me preguntó “¿vos estás seguro que este pibe sabe que cambiaron la hora? ¿Se van a encontrar a las tres de hoy o a las tres de siempre?”, y no, yo no lo sabía. Así que le mandé un mensaje al celular que preguntaba “¿nos encontramos a las tres, pero, dentro de 50 minutos o dentro de 110 minutos?”. No me respondió, y yo supuse, acertadamente, que no tendría crédito.


Eran las dos y el aburrimiento me asfixiaba, así que decidí ir al parque. Llegué dos y cuarto al parque y Daniel ya estaba ahí. Estaba sentado con la cabeza entre las manos. No me vio venir, recién se dio cuenta que había llegado cuando me senté a su lado y le dije “qué haces che”. Me dijo “hola, vine antes porque supuse que no le ibas a dar bola al cambio de horario ese que quisieron inventar”. “Sí, yo pensé lo mismo de vos” le respondí.


Dimos un par de vueltas por el parque sin comprar nada, y después nos sentamos en un café de Rivadavia. Creo que pedimos dos cortados, no importa. En el parque habíamos hablado de minas y de algún amigo ausente, lo de siempre. Pero fue en el preciso momento en que el mozo nos trajo los cafés que Daniel dijo “esto de festejar el fin de año es una estupidez, yo no entiendo qué tiene que ver el tiempo con el calendario”.


Así empezó la charla, que no intentaré rescribir acá porque esto no es un cuento ni un relato, sino simplemente un par de conclusiones que saqué de esa charla. Aclaro algo, todo lo que se diga a continuación y resulte interesante salió de la boca de Daniel. El resto, que es casi todo, lo digo yo.



El tiempo no tiene nada que ver con el calendario, ni con los relojes. Esas cosas son tristes intentos de los seres humanos por controlar o medir de alguna manera el paso del tiempo. Cuando comienza un nuevo año nos sentimos reconfortados si el que dejamos atrás no fue bueno. Pensamos “quizás este sea mejor”. Esperamos tener mejor suerte, que los astros se alineen según nuestra conveniencia y Dios se disponga a nuestro favor. En el más mínima trivialidad que consiste en sacar el calendario “2007”, y poner el nuevo, próspero y flamante calendario “2008” que nos acaban de regalar en la verdulería, se puede ver una suerte de acto de fe. Creer que hay algo que termina y algo que comienza, algo nuevo que viene a reemplazar a algo viejo, es un acto de fe. Y con acto de fe acá quiero decir: algo en lo que necesitamos creer, pero que de hecho es falso. Algo que nos encantaría que fuera verdad, pero no lo es (tal y como la existencia de Dios, o del Paraíso, temas estos en los que prefiero no inmiscuirme de momento, para evitar roces con ciertas niñas con delirios místicos que suelo frecuentar).


Voy a repetirlo, porque Daniel tiró esta frase como una patada ninja: el tiempo no tiene nada que ver con el calendario. No pasa por ahí. La temporalidad no es una situación lineal en la que un ahora (o momento, o instante, según se prefiera) viene a suceder a otro ahora. No, no es eso. Yo no se qué es, pero eso no. Quizás sea como Platón dijo “el tiempo es la imagen móvil de la eternidad”, y Aristóteles confirmó diciendo que “el tiempo es el número del movimiento”. Quizás tengan razón ellos. El problema es que después de decir esas frases tan poéticas (la de Platón especialmente, ¿no? Yo creo que aunque Platón denostara tanto a la poesía, en el fondo, él, era un poeta. Y quizás no tan en el fondo también) salieron corriendo, y después murieron sin explicarnos qué significa todo esto (bueno, quizás esté siendo un poco injusto. No importa, esto no se trata de justicia).


Todavía estamos como aquel Agustín de Hipona que se lamentaba “¿qué es el tiempo? Si no me lo preguntan lo sé, pero cuando me lo preguntan ya nada puedo contestar”. Somos incapaces de captar un mísero instante. Es todo tan fugaz, como decía el tangote mi abuelo a la mañana, que cuando intentamos fijar nuestra mente en un ahora presente, ya se ha convertido en pasado. El tiempo no es, sino que ha sido y será. Y cuando es, es siendo. Y eso que es siendo no es otra cosa que nosotros mismos. Y cuando establecemos parámetros fijos y lineales para medir el tiempo, lo que intentamos hacer es organizar nuestro tiempo (ok, esto es obvio, lo reconozco, pero de todos modos quería decirlo). ¿Qué sería de nosotros si miráramos hacia atrás y no pudiéramos definir qué distancia hay entre nuestro nacimiento, la entrada al colegio y nuestro primer beso? ¿Cómo hubiera hecho para encontrarme con Daniel en el parque si no hubiera tenido un reloj en la cocina de casa? Es claro, sin dichos artilugios todo sería todo mucho más caótico de lo que es ahora. Por eso, quédense tranquilos que no pretendo abolir los almanaques, ni los relojes, ni los festejos de año nuevo (aunque cada vez me molesten más los petardos) si sirven para darle algo de alegría a las personas.


Solo quiero decir que más allá de todo ello sucede un fenómeno, que es el temporal, que nos atraviesa, nos descuartiza. Nos deconstruye (no en sentido técnico derrideano), nos desintegra y nos arroja a la decadencia, al desierto. El tiempo somos nosotros (esto no es nada nuevo, si ya lo dijo Heid), y cuando decimos que el tiempo pasa rápido, lo que estamos diciendo es que nosotros pasamos rápido por este mundo. Son todas maneras sutiles y disimuladas de lamentarnos por la brevedad de nuestra vida, de nuestro tiempo. Sí, como dijo Daniel mientras volvíamos, el calendario es la materialización de la angustia del ser que se sabe mortal y limitado en todo sentido.


Veamos cómo empieza el año ese ser angustiado y angustiante. ¿Qué hace en verano la gente? Huye del calor, de la ciudad. Claro, si la ciudad es un loquero. Hay que escapar de Babilonia, como decía Bob Marley. ¿Y adonde vamos? se preguntan. ¡A Mardel! (o Pinamar, o Punta, es igual). Nos vamos de veraneo a “la feliz”, a comprar pulóveres y a sacarnos fotos con esas horribles focas de la rambla. Una vez instalados en nuestro depto de Punta Mogotes nos levantamos tempranito (pero no tanto porque anoche salimos a bailar y tomamos unos traguitos de más), levantamos la persiana preguntándonos cómo estará el tiempo (¿se dan cuenta?), y con inusitada alegría gritamos a los que todavía duermen “!levantensén que hoy hace un día hermoso!”. Sombrillita y reposera en mano, vamos a la playa oh oh oh oh. Con su permiso, voy a ponerle un nombre un tanto trillado a todo esto: LA ETERNA REPETICIÓN DE LO MISMO. Y ahora pregunto: ¿Dónde estará lo nuevo en un año que empieza así?


Y esto te lo digo a vos, sí, a vos, mariposita mía. Ese calendario lleno de augurios de felicidad que acabás de colgar en tu casa no va a traer nada nuevo, sabelo. También sabé que si querés algo nuevo en tu año, en tu tiempo (que, por si todavía no te quedó claro, ¡es tu vida!) lo vas a tener que conseguir vos solita, más allá del 2008, del calentamiento global, de los mosquitos y de la nieve patriótica. Hacé planes, proyectate hacia el futuro, date tu nuevo ser. Que te importe nada el “feliz año” que te desean los vecinos. Respondeles con un “igualmente” lleno de compasión, y andá a buscar a tu amiga, o a leer un libro, o a acariciar a tu perro. Pero por favor, no te estanques en cuentos de hadas. No compres una temporalidad trizada y mojada con Sidra y Fresita (¿existirá alguien en este mundo a quien realmente le guste la Fresita?). Hacete cargo de vos misma, y sé responsable de todo y ante todo. Nada más.
D.


viernes, 28 de diciembre de 2007

bambalinas

Sus cabellos caían extendidos sobre mi vientre, desparramados. Eran como bambalinas que afirmaban y daban sentido a la obra que se desarrollaba, oculta, del otro lado. El sol comenzaba a proyectarse a través de los agujeros de la persiana, y uno de esos preciosos pero insolentes halos de luz se estrellaba directo contra su cráneo, dándole una especie de aureola sacra a la doncella del pecado. Yo no podía estarme quieto. Con la vista hipnotizada en el ventilador y su girar idiota, me escuché decir “sacámelo y seguí así, dale”. De más está decir que me hizo caso, y que siguió haciéndome caso por diez minutos.

Los parlantes de la radio empezaron a escupir una canción de Bob Marley. Creo que era Bob Marley, en realidad no lo sé. El caso es que en ese mismo instante de música aletargada, Ludmila, con un sutil pero inexorable movimiento de su mano corrió el telón, y expuso ante mí el espectáculo de su boca infamada. Hundí mis dedos en su cabeza, apreté con fuerza, y en un rapto de irracionalidad dejé de ser yo por un par de eternos segundos.

Su impúdica lengua ya nadaba en esa absurda viscosidad de espermas condenados a la nada, escondida detrás de una sonrisa soberbia que denotaba cierto exceso de autosatisfacción. Tenía los labios comprimidos y los ojos verdes bien abiertos, llenos de mentiras a punto de estallar. Pasó al baño envuelta en una sábana, y yo quedé desnudo en la cama, ya vacía de ella. La vi entrar de nuevo al cuarto como un huracán de gritos silenciados que acababa de quedarse dormido. Se quedó parada al lado de la cama mientras caían las primeras gotas de una tormenta que duraría todo el verano, y con la mirada perdida en el afuera me dijo “en tres días me voy a Bélgica, ya no nos vamos a volver a ver”. Yo no le respondí, no tenía nada que decir. ¿Cómo podía importarme el futuro después de haber transitado el camino de la eternidad?
Al cabo de varios minutos de silencio me pidió que le llamara un taxi. No nos dijimos ni siquiera adiós, nada de despedidas. Hubiera sido en vano estorbar esa breve eternidad con un cierre ficticio, y para peor, hecho de palabras.

EN EL MUNDO DE LO PERECEDERO Y LO CORRUPTIBLE EL AMOR SE CONVIERTE EN LA MÁS ALTANERA DE NUESTRAS NECESIDADES.

Eso anoté en un pedazo de papel después de cerrar la puerta que nos mantendría separados por el resto de nuestras vidas. Entonces no sabía qué era el amor, y quizás hoy tampoco lo sepa. Pero creo que aquella noche Ludmila me condujo al punto exacto donde confluyen lo uno y lo múltiple, lo sagrado y lo profano, donde se encuentran la vida y la muerte. Ojalá alguna vez pudiéramos regresar, juntos, a aquel abismo de los abismos. Ludmila…
D.

jueves, 6 de diciembre de 2007

internet free



“La habitación es chica y oscura, pero al menos tenemos internet free en la recepción”. Eso dijo Federico una vez que nos instalamos en el hostel de Valparaíso. Veníamos viajando por el sur de América, desde Caracas hasta Tierra del Fuego. Ahí tomaríamos un avión de vuelta a Caracas, de vuelta a la rutina del estudiante universitario. Ya nos quedaban pocas materias a los dos para recibirnos, de sociólogo él y de licenciado en filosofía yo, y si bien nos gustaba bastante lo que estudiábamos, necesitábamos un descanso. Por eso decidimos hacer este viaje. Para alejarnos por un tiempo de los exámenes, presentaciones y monografías. Ver otras realidades y aprender cosas nuevas, eso queríamos.

El dueño del hostel hablaba con acento ruso. Aunque quizás sea un poco exagerado decir que hablaba. Se limitaba a hacer pequeños pero toscos ruidos con su boca, que acaso él creyese que nosotros podíamos inteligirlos a la perfección. La verdad es que no se le entendía nada, y de no ser por los carteles que tenía pegados en la recepción no hubiéramos sabido el precio del cuarto. Después nos enteramos que era ucraniano, había venido de Kiev en 1991 y todavía no aprendía el castellano. Unas checas que dormían en la habitación contigua a la nuestra nos lo contaron. Eran lindas las checas, Fede tuvo suerte y se cogió a una. Yo me le tiré a la otra una noche, pero me corrió la cara, y seguimos hablando estupideces en un inglés rústico. Visitamos con ellas la casa de Neruda, el puerto y la parte histórica. Nos pareció una ciudad muy atractiva, pero siempre al borde de la tragedia. Todo orden y armonía en Valparaíso pendía de un fino hilo. Desde el terremoto más destructivo hasta el derrumbe de una casa en lo alto, que provocaría por efecto dominó el derrumbe de las casas inferiores. Todo podía pasar ahí, era la ciudad límite.

Después de Valparaíso teníamos pensado ir a Valdivia. Pero las checas iban a tomar un micro hacia Temuco, y nosotros decidimos ir con ellas. En realidad fue Fede que quiso seguir viaje con ellas. A mi me daba igual, así que accedí fácilmente. El viaje era largo, toda la noche en la ruta íbamos a estar. De todos modos no teníamos miedo de nada, porque por lo que habíamos podido ver, y a diferencia del resto de Latinoamérica, las rutas en Chile estaban en excelente estado, y los choferes conducían bastante bien. Salimos de Valparaíso a las ocho de la noche, el micro pasó por Santiago, y luego tomó la Autopista Austral hacia el sur. Estábamos sentados en la parte trasera del coche, yo iba con Jana en el último asiento, atrás de Fede y la rubia. Creo que se llamaba Petra, o Pietra. Algo así. A las diez nos dieron una cena que consistía en un sándwich de queso, una botella de gaseosa y una manzana. También podía ser naranja, pero estaban feas, o al menos eso nos pareció a los tres. Jana se había dormido a los veinte minutos de subir al micro, situación que aproveché para comer su sándwich. Tenía mucho hambre atrasado.

Por las ventanas se veía la mas absoluta oscuridad. Ningún auto a lo lejos. Solamente los faros del micro y las tenues columnas de iluminación ubicadas al costado de la ruta. Había una cierta calma inquietante en el aire. Era como la calma que antecede a toda gran tormenta, o como el momento en que tu vieja toma aire para luego empezar a gritarte por haber roto la lámpara del living de un pelotazo. No sabés ciertamente qué va a suceder, pero lo ves venir.

Estaban dando una película de vampiros, que no llegaba ser de terror por cierto humor patético que intentaban ensayar los actores. Le presté atención los primeros tres minutos, y después seguí mirando de reojo el escote de Jana. Ya habían apagado las luces del pasillo, por lo que guardé el libro de Bukowski en la mochila que luego dejé debajo del asiento de Fede. Él venía despierto, tenía la mitad de su cuerpo sobre la rubia, los podía ver a través del pequeño espacio libre entre sus respaldos. Era muy puta esa piba, era una puta de mierda. Después la miré a Jana y pensé que quizás en el sur tuviera suerte con ella. Sentí mucha envidia de Federico, una envidia muy peligrosamente parecida a la bronca. Pensé en molestarlo de alguna forma, y lo interrumpí para pedirle el discman. Me miró con cara de “que molesto que sos”, pero me dijo “claro que si, tomá. Está puesto el de Zeppelín, si querés otro me avisás”. Le dije que no, que Zeppelín estaba bien. Me puse los auriculares y cerré los ojos. Era Zeppelín III, y el grito de Inmigrant Song me sobresaltó inusitadamente. Me puso muy nervioso y al abrir los ojos apreté el botón del aparatito varias veces para cambiar de tema. Todos los pasajeros parecían haberse dormido, excepto Fede y su chica, claro. Al lado del televisor, que había sido invadido por colmillos sangrientos, habían tres lucecitas rojas, dos fijas y una centelleante, que retuvieron a mis ojos por varios minutos. Estaba realmente exaltado, y no sabia por qué. Empezó a sonar un blues medio dramático, era Since I´ve been loving you, y yo volví a cerrar los ojos. Mi cuerpo entero se estremeció con el primer solo de guitarra. Traté de volver a calmarme, y creo que lo logré, porque me quedé dormido escuchando esa canción.


Ahora el disco lo tengo yo, lo encontré tirado en la banquina después del accidente. El discman se perdió, igualmente a nadie le importaba. Fede estaba muerto. El micro le había aplastado tres cuartas partes del cuerpo, desde el tórax hasta los pies, todo debajo del micro. La sangre le brotaba de la boca, chorros y chorros que no paraban de manar. No parecía sangre, era un líquido marrón, muy oscuro. Al verlo no pude contener el vómito, y creo que le manché la cara con pedazos del sándwich de queso de la checa. Sí, le vomité la cara, que ya no era su cara. Era el rostro de la muerte que se lo había apropiado. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la nada. Estuve media hora mirándolo, hasta que llegó la ambulancia y me trajeron al hospital. A el lo dejaron ahí tirado, de cara a la luna.

Después los médicos me dijeron que Fede había muerto instantáneamente. Yo ya lo sabía. Igualmente la noticia ne hizo llorar como si estuviera enterándome en ese momento. Y por primera vez en la noche derramé sangre sobre mi cuerpo, y aprendí que de ahí en más viviría abocado a mi propia muerte, lo quisiera o no.
D.