miércoles, 13 de mayo de 2009

Navidad en Trinidad


Porque hay experiencias que quiero conservar. Porque la memoria es un mecanismo imperfecto y traicionero en el que no puedo confiar. Y porque tengo recuerdos que prefiero guardar. Por eso escribo.
Escribo para guardar la arena que se escurre entre mis dedos. Escribo para retener al agua que se filtra por los agujeros de mis manos. Y aunque una vez escrita esa misma arena oscurezca su caribeña blancura, y las palabras enturbien la transparencia de las aguas, creo que la única manera de que permanezcan, agua y arena, es escribirlas.
Aunque bajadas a palabras, degradadas, en imperfecto modo, y hasta ultrajadas… seguirán siendo. Ya eso me basta.


Trinidad

Esperábamos la guagua que nos llevara a Playa Ancón. Parados bajo el pleno sol del mediodía en una esquina empedrada de Trinidad, que parece haber detenido el tiempo en el siglo XVI. Ciudad pirata, sirvió de refugio para bucaneros, corsarios y filibusteros. Edificada ondulándose, como haciendo equilibrio entre las montañas del Escambray, subiendo y bajando entre esas casitas coloniales protegidas por la UNESCO contra el desarrollo de la modernidad. En el siglo XVI vio desfilar a centenares de piratas y tesoros. Carabelas y brulotes surcaron sus aguas, y conquistadores de cruz y espada que traían la civilización al nuevo mundo. En el siglo XX vio a su alrededor un minado de bandidos, de gusanos contrarrevolucionarios escondidos en las montañas.
Hoy nada inquieta a sus escalinatas, nada altera el cantar de sus trovadores ambulantes. La música no deja de sonar en la Casa de la Trova. Nuestro amigo de la bodeguita sigue preparando pócimas afrodisíacas, y el gato negro que camina por los techos sigue siendo la mayor preocupación del viejo de la casa donde nos hospedamos.
Ese mediodía de diciembre el sol caía como un disparo de fusil, directo hacia nosotros. Los de la casa de postales nos habían dicho que la benemérita guagua pasaba cada hora, que la esperáramos ahí, justo debajo del cartel roto. Pero ya hacían 90 minutos que habíamos llegado y la guagua no pasaba. Volvimos a preguntar y respondieron que era frecuente que se atrasaran un poco, a veces bastante. Y que si estábamos apurados lo mejor era tomar un taxi.
Los señores taxistas no habían dejado de acercarse para ofrecernos sus servicios. Pero por una cuestión de principios nosotros nos negamos sistemáticamente a pagar 2 dólares por un taxi hasta la playa, cuando podíamos pagar 5 pesos cubanos yendo en guagua. Decían que la guagua no iba a pasar hoy, navidad, pues tu sabes chico, ahora navidad ha vuelto a ser fiesta para nosotros, como en la Argentina y todos los países cristianos. Los taxis eran oficiales, estatales digamos. De esos autos antiguos que solo en Cuba siguen caminando.
Después de una trabajosa negociación con uno de ellos, arreglamos que nos llevaría en su viejo Buick celeste por 4 dólares a seis personas. Una pareja de franceses, una canadiense, dos chicas argentinas –Sofía y Lupe-, y nosotros dos. El auto tenía problemas de arranque y hubo que empujarlo por la calle adoquinada, pero una vez puesto en marcha anduvo bien y en 15 minutos ya estábamos en la playa.
Arena blanca, agua transparente, pececitos de colores. Un mar caribe íntimo, acogedor y generoso, nos convidó con el espectáculo de lo bello al fusionarse y hacerse uno con el sol, al desplegar sus rayos sobre la suave marea, para devorarlo luego, en un acto sublime y apasionado.

A la noche fuimos a cenar con otras dos parejas de argentinos. Mariela y Pablo eran de nuestra edad, mientras que Marcela y Jonathan eran unos años mayores y tenían un hijo, Santiago, que los acompañaba en el viaje. La verdad es que, más allá de estar haciendo el mismo viaje, no teníamos muchas cosas en común con ellos. Por eso cuando terminamos de comer, y después de haber brindado, nos levantamos de la mesa y nos fuimos a caminar por ahí.
Habíamos quedado en encontrarnos con Facundo en la plaza central pero teníamos sueño y nos fuimos a dormir temprano. Pobre Facundo… siempre lo dejábamos solo, esperando.