Una noche de cristal
Ya había tomado demasiado. Eran las 3 de la madrugada y Martín había huido del bar donde solía encontrarse con sus amigos. Gnomos se llamaba, y para esa hora ya estaba totalmente lleno de perfectos idiotas y minitas zarpadas que nunca jamás le darían bola. Martín odiaba ese lugar, sólo iba por sus amigos. Pero esa noche también odiaba a sus amigos. Aunque más preciso sería decir que esa noche comenzó a odiar también a sus amigos.
Dijo que iba al baño y desapareció, dejando por la mitad su vaso de cerveza ya tibia. La campera la dejó colgada en el respaldo de su silla, y cuando salió a la calle se arrepintió y tuvo ganas de volver a buscarla. La había dejado a propósito, no tenía sentido llevarla al baño. Los pibes le hubieran preguntado algo, era demasiado obvio. Afuera hacía frío, pero decidió dejar la campera ahí. Alguno de sus amigos se la llevaría y luego se la devolvería. Aunque en realidad tampoco le importaba perderla. ¿Qué importa? Es una puta campera…
Estaba a quince cuadras de la pensión donde paraba desde marzo. No era demasiado lejos para volver caminando, así que agarró por la avenida y empezó a subir. Su cuerpo entero temblaba, y sus piernas caminaban solas, casi por inercia. Martín se sentía borracho y solamente tenía ganas de llegar a su cuarto, tomar agua y acostarse. Y dormir mucho, dos días seguidos, o más. Quería olvidarse de todo. Del trabajo que no tenía, de la plata que le faltaba para pagarle a la vieja de la pensión, de su padre que lo había echado de casa… de Lucía. Fundamentalmente, de Lucía, que le había dicho que si no dejaba de tomar y buscaba un buen laburo lo abandonaba. De Lucía, que lo abandonó. Y de todo lo demás también, porque estaba todo mal. Porque ahora no podía ni siquiera tomar unas cervezas con sus amigos sin sentir ganas de golpearlos, de partirles la botella en la jeta.
No podía entender cómo se le había escapado todo de las manos en tan poco tiempo. Mientras recordaba que un par de meses atrás, exactamente el 21 de octubre del año pasado, estaba con su padre, sus amigos y Lucía festejando su cumpleaños, se vio a si mismo frente a una botella de vino que acababa de pedir. Había entrado a otro bar. Era un bar cualquiera, no sabía el nombre ni conocía al dueño. Pero tenían vino, y una gran variedad de botellas detrás de la barra que le procurarían alivio a la depresión que sentía esa noche. Ginebra, Ron, Vodka, Whisky, Tequila, leía mientras inundaba su boca de vino.
Sonaba en el bar una música densa, pesada. No por grandes distorsiones o baterías atronadoras. La densidad no consistía en eso. Era peor, ya que residía en el hecho de transmitir una especie de atmósfera tenebrosa. Una música oscura, ya por las melodías malditas, ya por las letras abstrusas cantadas con una voz de frenada de auto. De auto que irremediblemente chocará, y desbordará de sangre y gritos.
Es un criminal mambo, decía y repetía esa voz carrasposa, con su particular fraseo marcial. Criminal criminal mambo y una guitarra maldita, que a Martín le dieron ganas de romper la botella vacía en la cabeza del flaco que acababa de entrar al bar abrazando a Lucía.