Hacía calor y ya empezaba a lloviznar. Por suerte habíamos llevado un paraguas que después enterramos en la arena para meter nuestras cabezas abajo y poder fumar. Mariela corría por la orilla y proyectaba una sombra lunar un tanto tétrica. Mariela era un perro con hocico de perra. Era divertido verlo corretear y saltar, y mojar sus patitas en la espuma salitrosa y venir a nosotros y ladrar y volver a irse. Le habíamos puesto Mariela porque nos recordaba a una compañera del secundario que tenía cara de perro. En fin, esto no es importante. Cuando uno tiene cierta edad y empieza a relatar una historia que ocurrió en su juventud corre estos riesgos, se va por las ramas y elude los hechos esenciales. Te decía, el perro corría por la playa que, más allá de nosotros, estaba desierta. Eran como las 2 de la madrugada ya, el resto de los chicos del grupo se habían ido a dormir o seguían en el bar tomando cerveza. Pero como era la última noche, con tu abuela decidimos ir a despedirnos del mar.
Casi no habían olas, se escuchaba más el ruido de las gotas de lluvia cayendo sobre el paraguas que el oleaje del mar. Estaba hermoso, esa noche creí haber entrado al paraíso. Tu abuela tenía una sonrisa en su rostro que te elevaba a otro mundo. Esa sonrisa te hacía sentir que la maldad del mundo iba a extinguirse, que el terror y el odio iban a ser vencidos y superados por el amor y la paz. Ojalá la hubieras conocido… Era una mujer inteligentísima, y además muy talentosa. Cantaba como los ángeles, y esa noche cantamos juntos hasta que salió el sol. Mirá, yo tenía esa guitarra que está ahí detrás de la cama, sí, la negra. Creo que esa noche le mostré una canción que compuse para ella y que decía algo de su sonrisa. No exagero Juli, tu abuela tenía la sonrisa más mágica y feliz que vi en mi vida, y esa noche era toda para mi y por mi. Por eso te digo lo del paraíso…
Por suerte no corría tanto viento. Viste como es San Bernardo en invierno, viste que el clima no es muy amigable. Bueno pero esa noche, a pesar de la llovizna, estaba hermoso. Teníamos dos cigarrillos de marihuana que nos había dado uno de los chicos. Nunca habíamos fumado, y queríamos probar juntos. Ella prendió uno mientras yo tocaba una canción de Andrés Calamaro, no me olvido de eso. Ojalá no me arrepienta de haberte conocido decía yo, y la miraba a los ojos. De su boca empezó a salir un aroma dulce, un humo espeso que ascendía lento, mientras las gotas que caían lo iban disgregando en el aire.
Ella también estaba feliz, o al menos contenta. No me animo a decir que yo la hacía feliz, porque eso nunca lo podés saber. Pero se la notaba bien. Sonreía y reía a carcajadas y me miraba con esos ojitos marrones pero verdes que el humo iba coloreando por fuera y por dentro. Cuando me pasó el porrito (así los llamábamos hace cincuenta años) empezó a cantar una canción que habla de una promesa en las aguas de Pokara, y yo la seguí con la guitarra. La cantábamos siempre esa canción. Bendecida se llama, vos la conocés por el tatuaje que tengo en la espalda. Ella tenía una voz dulce, tan melancólicamente dulce, que me daban ganas de llorar cada vez que la escuchaba cantar. Me emocionaba hasta la médula. Después haceme acordar que te haga escuchar algunas grabaciones que hicimos en aquella época, yo con la guitarra y ella cantando. Hace mucho tiempo que no escucho nada de eso, lo tengo que buscar.
Cuando terminamos de fumar le dije que haga un castillo de arena, pero en lugar de eso corrió hasta la orilla y escribió con una rama “Pablo + Julia” y dibujó un corazón en el medio. Y después me dijo que las olas borrarán las palabras y los dibujos, pero se llevarán el mensaje al mar, y el mar es eterno. Y nosotros somos eternos Pablito, te quiero por siempre a mi lado. Yo me quedé callado, ya no tenía nada que decir. Nunca nadie me dijo algo tan hermoso. Y ya no hablamos más, nos abrazamos y nuestros cuerpos se estremecieron mientras la llovizna iba en un crescendo lascivo. Nos detuvimos unos segundos para observar una serie de relámpagos en el horizonte, y después caímos sudados sobre la mantita que ella había llevado.
Cuando volvimos a abrir los ojos vimos a Mariela lamiendo algo, y yo le dije ¿no se estará comiendo el porro no? Y nos reímos. Nos reímos porque era un chiste. ¿Cómo el perro se iba a estar comiendo el porro? No podía ser. Hasta que nos dimos cuenta que no, que no era un chiste. ¡Ese perro de mierda se había tragado el porro entero, no había dejado ni el papel! Estuvimos como media hora riéndonos, esperando que el perro empezara a volar, o que aparecieran duendecitos de colores y se pusieran a danzar a nuestro alrededor.
Nada de eso sucedió. Mariela se fue corriendo y dando saltitos por la orilla y nunca más la volvimos a ver. Y nosotros nos quedamos recostados bajo el cielo, bajo las nubes y la luna. Y yo te aseguro, y mientras te lo digo se me encrespa la piel, te aseguro que esa noche estuve en el paraíso. Eso, como te dije antes, era el paraíso, y lo era porque ella estaba ahí. No existe ni nunca existirá otro paraíso más allá del lugar donde ella esté.
1 comentario:
hay diegote que romantico!! ves que estoy leyendo tu blog!! me gusta :)
vane
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