“La habitación es chica y oscura, pero al menos tenemos internet free en la recepción”. Eso dijo Federico una vez que nos instalamos en el hostel de Valparaíso. Veníamos viajando por el sur de América, desde Caracas hasta Tierra del Fuego. Ahí tomaríamos un avión de vuelta a Caracas, de vuelta a la rutina del estudiante universitario. Ya nos quedaban pocas materias a los dos para recibirnos, de sociólogo él y de licenciado en filosofía yo, y si bien nos gustaba bastante lo que estudiábamos, necesitábamos un descanso. Por eso decidimos hacer este viaje. Para alejarnos por un tiempo de los exámenes, presentaciones y monografías. Ver otras realidades y aprender cosas nuevas, eso queríamos.
El dueño del hostel hablaba con acento ruso. Aunque quizás sea un poco exagerado decir que hablaba. Se limitaba a hacer pequeños pero toscos ruidos con su boca, que acaso él creyese que nosotros podíamos inteligirlos a la perfección. La verdad es que no se le entendía nada, y de no ser por los carteles que tenía pegados en la recepción no hubiéramos sabido el precio del cuarto. Después nos enteramos que era ucraniano, había venido de Kiev en 1991 y todavía no aprendía el castellano. Unas checas que dormían en la habitación contigua a la nuestra nos lo contaron. Eran lindas las checas, Fede tuvo suerte y se cogió a una. Yo me le tiré a la otra una noche, pero me corrió la cara, y seguimos hablando estupideces en un inglés rústico. Visitamos con ellas la casa de Neruda, el puerto y la parte histórica. Nos pareció una ciudad muy atractiva, pero siempre al borde de la tragedia. Todo orden y armonía en Valparaíso pendía de un fino hilo. Desde el terremoto más destructivo hasta el derrumbe de una casa en lo alto, que provocaría por efecto dominó el derrumbe de las casas inferiores. Todo podía pasar ahí, era la ciudad límite.
Después de Valparaíso teníamos pensado ir a Valdivia. Pero las checas iban a tomar un micro hacia Temuco, y nosotros decidimos ir con ellas. En realidad fue Fede que quiso seguir viaje con ellas. A mi me daba igual, así que accedí fácilmente. El viaje era largo, toda la noche en la ruta íbamos a estar. De todos modos no teníamos miedo de nada, porque por lo que habíamos podido ver, y a diferencia del resto de Latinoamérica, las rutas en Chile estaban en excelente estado, y los choferes conducían bastante bien. Salimos de Valparaíso a las ocho de la noche, el micro pasó por Santiago, y luego tomó la Autopista Austral hacia el sur. Estábamos sentados en la parte trasera del coche, yo iba con Jana en el último asiento, atrás de Fede y la rubia. Creo que se llamaba Petra, o Pietra. Algo así. A las diez nos dieron una cena que consistía en un sándwich de queso, una botella de gaseosa y una manzana. También podía ser naranja, pero estaban feas, o al menos eso nos pareció a los tres. Jana se había dormido a los veinte minutos de subir al micro, situación que aproveché para comer su sándwich. Tenía mucho hambre atrasado.
Por las ventanas se veía la mas absoluta oscuridad. Ningún auto a lo lejos. Solamente los faros del micro y las tenues columnas de iluminación ubicadas al costado de la ruta. Había una cierta calma inquietante en el aire. Era como la calma que antecede a toda gran tormenta, o como el momento en que tu vieja toma aire para luego empezar a gritarte por haber roto la lámpara del living de un pelotazo. No sabés ciertamente qué va a suceder, pero lo ves venir.
Estaban dando una película de vampiros, que no llegaba ser de terror por cierto humor patético que intentaban ensayar los actores. Le presté atención los primeros tres minutos, y después seguí mirando de reojo el escote de Jana. Ya habían apagado las luces del pasillo, por lo que guardé el libro de Bukowski en la mochila que luego dejé debajo del asiento de Fede. Él venía despierto, tenía la mitad de su cuerpo sobre la rubia, los podía ver a través del pequeño espacio libre entre sus respaldos. Era muy puta esa piba, era una puta de mierda. Después la miré a Jana y pensé que quizás en el sur tuviera suerte con ella. Sentí mucha envidia de Federico, una envidia muy peligrosamente parecida a la bronca. Pensé en molestarlo de alguna forma, y lo interrumpí para pedirle el discman. Me miró con cara de “que molesto que sos”, pero me dijo “claro que si, tomá. Está puesto el de Zeppelín, si querés otro me avisás”. Le dije que no, que Zeppelín estaba bien. Me puse los auriculares y cerré los ojos. Era Zeppelín III, y el grito de Inmigrant Song me sobresaltó inusitadamente. Me puso muy nervioso y al abrir los ojos apreté el botón del aparatito varias veces para cambiar de tema. Todos los pasajeros parecían haberse dormido, excepto Fede y su chica, claro. Al lado del televisor, que había sido invadido por colmillos sangrientos, habían tres lucecitas rojas, dos fijas y una centelleante, que retuvieron a mis ojos por varios minutos. Estaba realmente exaltado, y no sabia por qué. Empezó a sonar un blues medio dramático, era Since I´ve been loving you, y yo volví a cerrar los ojos. Mi cuerpo entero se estremeció con el primer solo de guitarra. Traté de volver a calmarme, y creo que lo logré, porque me quedé dormido escuchando esa canción.
Ahora el disco lo tengo yo, lo encontré tirado en la banquina después del accidente. El discman se perdió, igualmente a nadie le importaba. Fede estaba muerto. El micro le había aplastado tres cuartas partes del cuerpo, desde el tórax hasta los pies, todo debajo del micro. La sangre le brotaba de la boca, chorros y chorros que no paraban de manar. No parecía sangre, era un líquido marrón, muy oscuro. Al verlo no pude contener el vómito, y creo que le manché la cara con pedazos del sándwich de queso de la checa. Sí, le vomité la cara, que ya no era su cara. Era el rostro de la muerte que se lo había apropiado. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la nada. Estuve media hora mirándolo, hasta que llegó la ambulancia y me trajeron al hospital. A el lo dejaron ahí tirado, de cara a la luna.
Después los médicos me dijeron que Fede había muerto instantáneamente. Yo ya lo sabía. Igualmente la noticia ne hizo llorar como si estuviera enterándome en ese momento. Y por primera vez en la noche derramé sangre sobre mi cuerpo, y aprendí que de ahí en más viviría abocado a mi propia muerte, lo quisiera o no.
D.
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